Se ha tendido a ilustrar la relación entre derecho y literatura resaltando obras como Billy Budd, el
Libro de Ester, El proceso, El mercader de Venecia, A sangre fría, La muerte de Iván Ilich,
Antígona, Matar a un ruiseñor, Almas muertas, y un largo etcétera. En estas obras, el centro se fija
en el ámbito de la representación, razón por la cual se resaltan las figuras de abogados o jueces, de
cárceles o juzgados (o todo ello junto). Ficciones de la ley, sin embargo, no surge del interés por
determinar los modos en que la literatura representa al derecho, a pesar de que esta sea una empresa
determinante para pensar la justicia poética, sino de la preocupación por el lugar que aquí tiene lo
que llamamos ficción y su materialidad. Por una parte, se busca comprender la noción de ficción y
su relación con (el cuerpo y) la ley, y, por otra, ver de qué manera ley y ficción se han afectado
mutuamente en sus formas. El resultado es un libro que vuelve sobre el ejercicio del derecho antes
de Justiniano, cuando los oradores romanos expulsaron a las y los actores de la ciudad, por lo
mucho que teatro y derecho, que actores y oradores, se asemejaban. Luego se detiene en la
emergencia del Corpus Iuris Civilis y su relectura por parte de Boccaccio, que codificó la primera
novela moderna (el Decamerón). A continuación se realiza un excurso por la Inglaterra de Robinson
Crusoe y su principal fuente, Alexander Selkirk, releída en el XIX a partir de la creación de las
Poor Laws por parte de Joseph Townsend (para quien los pobres lo son porque el Estado los
mantiene). Finalmente, se vuelve al mundo griego y latino, a fin de comprender qué es lo que en
aquellos tiempos se entendía por ficción y qué relación tenía esta con la ley y la literatura. El
resultado es un libro que aventura nuevas maneras de comprender una relación que está tan
naturalizada que ya no vemos sus implicancias.
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