“Viajero solitario es una recopilación de artículos unidos por un mismo tema: el viaje. Empleo en el ferrocarril y como marinero, montañas, misticismo, lascivia, solipsismo, desenfreno, corridas de toros, drogas, iglesias, museos, calles, una aleación de vida como fue vivida por un libertino orgulloso, educado e indigente que va a ninguna parte.” Jack Kerouac
Las relaciones entre vida y literatura alcanzan en Kerouac un colmo: parece interesarle la aventura, pero le importa solo en la medida en que puede ser escrita. El único acontecimiento genuino de sus libros es la lengua, y pocas veces alcanzó esa lengua una realización más radiante que en Viajero solitario, condensación veloz de la experiencia de sus novelas, versión cruda de la autobiografía que leemos, enmascarada, en sus ficciones. También aquí se despliegan las rutas insondable deEn el camino, la California de Big Sur antes de Big Sur, San Francisco, la iluminación en la montaña de Los vagabundos del Dharma, el México de los poemas de Mexico City Blues, el Tánger de William Burroughs, la insidia urbana del Nueva York de Los subterráneos, el descubrimiento de París y, al final del camino, el desencanto. Cada uno de esos viajes constituyen además estaciones de una peregrinación interior en la que está implicada la doble espiritualidad de Kerouac: el catolicismo y la práctica budista. Extranjero en todas partes, el vagabundo Kerouac observa, y su prosa espontánea, intensamente poética, se mantiene siempre sensible a las menores oscilaciones de la percepción.
Gilles Deleuze comparaba la escritura de Kerouac con la línea de un dibujo japonés, una línea pura que tendía a la sobriedad y no admitía corrección. Para Kerouac, la frase no era una simple unidad de sentido; era una respiración. Su escritura tiende al descubrimiento de una forma, no a la imitación de una ya existente. Viajero solitario crea una escena para la ilusión de Deleuze: la invención de una lengua extranjera en el interior de la lengua propia, auténtica meta del viaje.
Pablo Gianera