Bierce suele armar sus mazmorras en las tinieblas, en el fondo de un bosque. A veces envuelve con hilos levísimos dos cumbres distantes, y el sol del crepúsculo hace refulgir su telaraña con los matices del arco iris: en ese paisaje de una belleza conmovedora ha de ocurrir algo aciago. Y ocurre, indefectiblemente, porque interviene el azar, una de esas extrañas coincidencias mínimas tan frecuentes en la vida cotidiana.
Los héroes de Ambrose Bierce las provocaron; de un modo u otro eligieron sus desdichas y participaron en la justicia inexorable que los castiga. Antes que Schopenhauer sostuviera el carácter voluntario de todos los hechos que le ocurren al hombre, antes que el psicoanálisis incorporara esta idea a su método para sacar a luz los móviles profundos de la conducta humana, ya lo había dicho Balzac: “La mayor parte de las casualidades son premeditadas”.
José Bianco
Heredero literario de sus compatriotas Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne y Herman Mellville, cuentista de primer nivel, Ambrose Bierce escribió algunos de los mejores relatos macabros de la historia de la literatura: La muerte de Halpin Frayser, La cosa maldita, El puente sobre el río del Búho, Un habitante de Carcosa, Un terror sagrado, La ventana tapiada. Gran parte de la crítica lo sitúa junto a Poe, Lovecraft y Maupassant en el panteón de los grandes autores del género de terror, y sus obras se caracterizan por la creación de tensas atmósferas en medio de las cuales estalla repentinamente un horror “físico”, absorbente y feroz.
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