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Elogio de la huachafería

Por Gabriel Meseth

Mario Vargas Llosa: Le dedico mi silencio
Alfaguara, 2024. 312 páginas
$18.000

En “¿Un champancito, hermanito?”, esa delicia de columna que publicó hace cuatro décadas en su Piedra de Toque, Mario Vargas Llosa se propuso esclarecer el misterio en torno a la huachafería. Elevada a una de las contribuciones del Perú a la experiencia universal, se trata de un peruanismo que, según Vargas Llosa, se empobrece cuando es descrito como simple cursilería. La huachafería es un fenómeno más difícil de encasillar, una expresión de la psicología y la cultura, transversal a todos los estratos sociales que habitan las áreas urbanas. La huachafería, escribe Vargas Llosa, es “una visión del mundo a la vez que una estética, una manera de sentir, pensar, gozar, expresarse y juzgar a los demás…” No pervierte ningún modelo porque es un modelo en sí misma; no desnaturaliza patrones estéticos, más bien, los implanta, y es, no la réplica ridícula de la elegancia y el refinamiento, sino una forma propia y distinta -peruana- de ser refinado y elegante”. La huachafería planea por varias de las ficciones de Vargas Llosa, subyace en sus paisajes y en sus personajes, y a ratos brota en el estilo de manera involuntaria, según admite el propio autor: “pese a nuestros prejuicios y cobardías contra ella, la huachafería irrumpe siempre en algún momento en lo que escribimos, como un incurable vicio secreto”.

Originalmente titulada igual que el artículo, Le dedico mi silencio encuentra su médula en la huachafería, y propone a la música criolla como su manifestación más cristalina. Ambientada en los tiempos más crueles de Sendero Luminoso a inicios de los noventa, la novela sigue a un cronista del vals peruano, Toño Azpilcueta, cuya existencia gris pasa desapercibida en medio de los arenales de la periferia de Lima, donde sobrevive junto a una esposa que lo castiga con la indiferencia. Azpilcueta se salva del total anonimato por los artículos que escribe para pasquines que mejor sirven para envolver pescado, por los cuales se ha ganado a pulso cierto respeto por parte de los músicos y los parroquianos que frecuentan las peñas criollas, festejos a puerta cerrada donde se canta y baila con el ánimo de la guitarra y el cajón. La noche en que descubre a Lalo Molfino, un joven y desconocido guitarrista capaz de embrujar a un público que lo sigue con “un silencio taurino”, será para Toño Azpilcueta la gran epifanía de su vida, aquella que despierte su ambición y lo empuje a escribir una biografía sobre este genio ignorado. Un libro de trascendencia, que a su vez rastree los orígenes coloniales de la canción criolla, y que –según evidencian las jaranas de tres días seguidos, celebradas en los callejones de un solo caño, donde los jóvenes de buenas familias (y malas costumbres) se mezclan con los delincuentes más avezados– postule a este arte mestizo como una fuerza capaz de abatir los odios y las fracturas.  En el sueño de Toño Azpilcueta, cuando el país se desangra por una guerra intestina, la música puede ser un horizonte común para todos los peruanos.

Por su marginalidad, por su gesta utópica que raya con la locura, Toño Azpilcueta guarda parentesco con algunos de los personajes más entrañables de Vargas Llosa, como Pedro Camacho, cuyo delirio se cuela en las radionovelas de La tía Julia y el escribidor (1977), o el trotskista de Historia de Mayta (1984), que sin ningún apoyo emprende su propia intentona revolucionaria en el Perú. Y en su construcción, Le dedico mi silencio es mucho más sofisticada de lo que a primera vista puede aparentar, por lo entretenida que resulta. Vargas Llosa recurre nuevamente a una estructura doble, donde los artículos escritos por Toño Azpilcueta –con una floritura que destila huachafería– se alternan con las pesquisas del protagonista en torno a la vida trágica de Lalo Molfino. En la aventura de perseguir la estela del guitarrista, en un viaje al norte para adentrarse en los basurales que infestan la costa peruana a fin de descubrir el lugar donde nació y creció Molfino, la novela va adoptando muchas caras. Por momentos Le dedico mi silencio se difumina con el ensayo, no solo para indagar la relevancia del criollismo, sino para ofrecer una visión de país. Por otros, exhibe los mecanismos internos de la escritura, como también la soledad del autor cuando se enfrenta a las revelaciones, incertidumbres y pasos en falso que surgen durante su investigación. Punto aparte merecen varios pasajes en los que Vargas Llosa ejerce su dominio como narrador, cuando es capaz de permitirnos imaginar cómo suena la música que describe.

El amor que Mario Vargas Llosa le profesa al Perú es, por decir lo menos, complejo. ¿Qué sentimiento no lo es, si es verdadero? Ese amor atormentado y plagado de contradicciones habita en toda su obra, en su candidatura presidencial, en una defensa de convicciones que lo ha llevado a cosechar tantos detractores. En Conversación en la Catedral (1969) logró formular el oráculo que los peruanos intentarán descifrar por siempre: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Hay tanta grandeza en Vargas Llosa al despedirse con una novela como Le dedico mi silencio, que –como el libro imaginado por Toño Azpilcueta– no le huye a la quimera de desjoderlo.

Gabriel Meseth (Lima, 1985). Escritor y periodista. Ha publicado crónicas y entrevistas en las revistas Somos, Caretas, Ojo Dorado, y en los diarios El Comercio, El Mercurio y La Tercera (Chile), La Nación (Argentina), El Tiempo (Colombia), El Universal (México), entre otros.

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