Desde la antigüedad existían hermandades de constructores, que eran
los únicos que conocían el arte de la construcción. En Roma fueron
llamados “Caementarius”, en Francia “Macons”, en Inglaterra
“Freemasons” y en Alemania “Freimaurer”. Estas logias transmitían
sus conocimientos, como secretos inviolables, entre los hermanos.
Pero, además, eran hombres muy instruidos, que contribuían al
desarrollo de la cultura en un momento en que esta estaba por los
suelos.
Ellos eran los únicos capacitados para construir iglesias, palacios,
castillos y puentes, por lo que gozaban de privilegios especiales,
recibían muy buena paga por su trabajo, tenían derecho a viajar por
los países de Europa, a reunirse en sesiones secretas y no pagaban
impuestos, ni al estado, ni a la Iglesia. Sabemos muy poco de ellos,
porque dejaron pocos testimonios escritos o, tal vez, porque la Iglesia
los destruyó, por ser de pensamiento muy liberal. Durante la Edad
Media fueron ellos, quienes levantaron las magníficas catedrales de
estilo gótico, que perduran hasta nuestros días.
En esta novela un francmasón de origen alemán llega a trabajar en la
construcción de la catedral de Burgos y decide dejar su historia para
la posteridad. Así conocemos, tanto la forma cómo enfrentaban su
trabajo, como su vida personal y sus relaciones con los representantes
del poder terrenal y divino.
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