Tal vez no haya habido, en la historia del pensamiento del siglo que pasó, un libro tan leído y “agenciado” como propio por los filósofos. Y esto se vuelve aún más notable por el hecho de que se trata de un libro escrito por un no-filósofo. En efecto, estas “andanzas”, del etólogo estonio-alemán, fueron celebradas por sus contemporáneos Cassirer, Heidegger, Husserl, Ortega y Gasset, luego por Merleau-Ponty, Canguilhem, etc., más cerca por Deleuze, Lacan, Sloterdijk, Agamben, Latour. Andanzas que describen los mundos animales, pero no a partir del sujeto humano como referencia primera y última, sino a partir de sí mismos. ¿Cómo es posible? Solo a través de la invención de un concepto, el de mundo circundante, el cual implica un enorme esfuerzo por aprehender objetivamente, y no antropológicamente, la existencia y la vida de los animales.
La distinción clave es entre los mundos circundantes, esas especies de burbujas donde cada ser es rey, territorio donde siempre resulta triunfador, donde el animal actúa y percibe conforme al plan de la naturaleza; y el entorno más amplio, en el que comúnmente nos perdemos en una señalética profusa y confusa, donde el signo se escinde de la cosa, y donde a fin de cuentas siempre perdemos, perdemos nuestro mundo circundante. Las consecuencias de este concepto son incalculables, y exceden el gran golpe que en su tiempo significó, como parte de la batalla que libraba la biología contra la fisiología y el evolucionismo. Por eso el fervor de los filósofos. Pero también las infinitas derivas ético-políticas de vislumbrar, por ejemplo, las andanzas de una pequeña garrapata: Toda la riqueza del mundo en torno de la garrapata se contrae y transmuta en un cuadro menesteroso, que consiste principalmente de apenas tres signos perceptuales y tres signos efectuales –su mundo circundante–. La pobreza del mundo circundante, sin embargo, garantiza certeza en el obrar, y la certeza es más importante que la riqueza.