Ojo en tinta fue primero la idea de tres periodistas. Hay que hablar de libros, seguramente se dijeron. No de literatura, no solamente de literatura: de libros. De cómo se escriben, se editan, se ilustran, se leen, circulan, de cómo —a veces— se olvidan. Ojo en tinta es luego un podcast de entrevistas que puede bajarse desde internet. Para su propia sorpresa, los mismos tres periodistas consiguen que muchas personas del mundo del libro respondan a sus cuidados cuestionarios. Con las patas y el buche, con su pura curiosidad, logran que gente reservada o muy ocupada o famosamente arisca dedique una hora de su vida a conversar con ellos. Y entonces, claro, Ojo en tinta debe convertirse en un sitio web desde el cual se pueda descargar el podcast con más facilidad y donde van quedando más reseñas, pequeños perfiles, otras entrevistas. Pasan dos, tres años, y el invento sufre una nueva transformación. Ahora es eso de lo que siempre han hablado. Ojo en tinta se convierte en libro, en este libro.
Nicolás Rojas, Pablo Espinosa y Patricio Contreras recogen en este volumen veinte entrevistas que hicieron desde el año 2011. Uno agradece que no sean muy estrictos en sus definiciones y que se tomen con harta libertad lo de los libros, porque las experiencias que aquí aparecen son muy distintas. Hay escritores en el sentido clásico del término, pero son pocos y en estas entrevistas hacen cosas que los escritores casi nunca hacen. Diego Zúñiga, el único narrador, habla largamente de la novela que está escribiendo en ese preciso momento; el único poeta, Leonardo Sanhueza, muestra su pasión por la ciencia.
Los entrevistados llegan desde espacios distintos y hasta extraños. De la música, como Juan Pablo González. O de todas partes, como Bernardita Ojeda, que es antropóloga pero también bibliófila, escritora y principalmente lectora, una de las personas que más sabe sobre literatura fantástica y de ciencia ficción en Chile. Paula Espinoza y Araucaria Rojas, preocupadas de recoger la cueca urbana, y Eduardo Castillo Espinoza, diseñador y responsable de varios estudios sobre gráfica popular chilena, se topan entre estas páginas no porque sean hombres y mujeres de palabras sino porque deciden usar el viejo artefacto de papel para atesorar sus hallazgos. Es una alegre sorpresa encontrarse con Pedro Pablo Guerrero, el hombre de las preguntas de la Revista de Libros del diario El Mercurio. Se trata de un lector radical, omnívoro y masivo, con una experiencia como periodista cultural seguramente tan grande como su famosa discreción.
Es claro que los autores de este libro tienen una preocupación especial por la crónica. Supongo que eso es una señal de humo, una marca que indica la importancia creciente de estos nuevos libros. Cynthia Rimsky, Óscar Contardo, Axel Pickett, Juan Pablo Meneses y Juan Cristóbal Peña han construido proyectos muy distintos y sin embargo muy ricos. Leyendo sus entrevistas uno concluye que la crónica de hoy ya no funciona en el puro registro periodístico. Se va convirtiendo en nuestra historia y nuestra poesía portátil —le robo el término a Meneses—, nuestra novela sin pretensiones literarias, nuestra política de tono menor. No sé de qué modo se leerán en el futuro libros como Siútico de Contardo, la crónica del arribismo nacional, o Los fusileros de Peña, sobre los frentistas que realizaron el atentado de 1986 a Augusto Pinochet, pero en los testimonios de sus autores entiendo que en ellos se están pensando con profundidad y sin pretensión problemas enormes: nuestro porfiado clasismo, nuestra relación ambigua y lateral con la violencia política.
Otro modo de entrar en este Ojo en tinta es pensarlo como la visita a una gran fábrica de libros. Allí dentro no solo se escribe, por cierto. Hay editores como Verónica Uribe, responsable de ediciones Ekaré, dedicada a los niños y jóvenes. Hay personas dedicadas profesionalmente a la lectura, como Bernardo Subercaseaux, historiador del libro, y José Santos-Herceg, un profesor de filosofía que lleva varios años peleando con la escritura académica. Hay gente que cuenta historias usando dibujos, como Francisco Olea y Marcela Trujillo. Hay personas menos clasficables, como Andrés Claro, traductor y teórico de la traducción, y Karen Plath Müller, hija y continuadora del trabajo de recopilación folclórica de su padre, Oreste Plath. Estas últimas dos entrevistas siempre me han parecido enigmáticas. ¿De dónde surge el interés de Claro por espacios culturales como China o Japón, tan lejanos de Chile? ¿Dónde se pone el límite entre la obra de la hija y la del padre, en el caso de Karen Plath Müller?
Es mucha la gente que hace libros, y eso es un signo del presente del que conviene tomar nota. No sé si hay más lectores (han corrido algunos arroyos de tinta al respecto), pero sí estoy seguro de que la trama de nuestra cultura va lentamente haciéndose más densa y tupida. Hay más libros, más editoriales, lecturas más diversas. Parte de esa vitalidad proviene de grupos pequeños o personas individuales, como las muchas y muy cuidadas editoriales independientes surgidas en los últimos años. Otra parte —sería un tremendo error pasarlo por alto— proviene del Estado, de los mismos fondos concursables que todos los años se discuten con tanta pasión.
Las entrevistas son fotografías vivas que por fortuna salen siempre movidas y quizá por eso se vuelven entrañables. Nos arrojan chispas laterales, datos inútiles que se quedan incrustados en la memoria y que terminan armándonos como lectores. En una entrevista supe que Adolfo Bioy Casares dejó la fotografía cuando pensaba más en las fotos que en sus cuentos. Que Hemingway escribía de pie. Que a Bolaño se le cayeron los dientes de puro pobre, de puro escritor que era, y que eso le daba vergüenza y también que no le daba. De aquí salgo lleno de chispas nuevas, y eso es algo que no puedo sino agradecer. No voy a olvidar que Leonardo Sanhueza es geólogo y que estudió en la facultad de ingeniería. Que la vecina japonesa de Andrés Claro le ofrecía su ayuda cuando loshaikus se ponían rebeldes a la traducción. Que Juan Cristóbal Peña escribió una biografía de Cecilia, la única, y que a ella no le gustó nada.
¿Este es el final? Imposible decir algo con seguridad. Uno nunca sabe cuántas reencarnaciones le quedan a este Ojo en tinta.