Todo el trabajo humano puede ordenarse en una serie: en un extremo está el trabajo creador y libre del hombre de ciencia, del artista, del estadista y de muchos otros que esperan poder conducir con sus esfuerzos espontáneos a la humanidad, o al menos a una parte de ella, hacia adelante, y que en su obra fructífera y progresista encuentran la satisfacción más sublime de su íntimo ser.
En el otro extremo está el trabajo uniforme y forzado que el obrero y campesino deben cumplir por necesidad, y que, por su monotonía y relativamente poca utilidad, lejos de enaltecerlos. Sólo los fatiga y embrutece; tal trabajo fue siempre un aburrimiento […]
En este sentido y visto desde el punto de mira de la evolución, se puede considerar que la pena, condicionada por las leyes de nuestro desarrollo, era justa y legítima: el hombre debía pasar, primeramente, por el período del trabajo corporal, rudo y áspero, para lograr al final la posibilidad del trabajo verdaderamente humano que satisfaga a la curiosidad espiritual del hombre.
De esto hablaré en la páginas siguientes.