El emperador Marco Aurelio elaboró en griego listas de huellas del tiempo a la vez sórdidas y atractivas. Una corteza quemada, casi negra sobre el pan, despierta el apetito. Una costra oscura sobre una antigua herida conmemora la amenaza de muerte. Los higos se abren cuando están maduros, casi en el límite de la podredumbre. El extraño brillo de las aceitunas en el momento en que su piel se arruga y su pulpa empieza a fermentar. La atracción accidental en la que la impresión de la muerte se acerca al disturbio. Es una belleza “tempestiva”, señalaba Fronton, su maestro. Como las fauces abiertas de las fieras fisuran sus caras en el instante previo a la muerte. Toda huella prehumana en la naturaleza de lo agonizante, de lo que está a punto de morir, de lo que va a morir, atrae al emperador.
Pascal Quignard
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